El jueves 11 de diciembre, el Tribunal Oral Criminal Nº 1 de La Plata dictó una condena que llega tarde, pero llega con la fuerza de una verdad que durante años fue ignorada. Por unanimidad, los jueces Hernán Decastelli, Cecilia Sanucci y Emir Alfredo Caputo Tártara sentenciaron a 26 años de prisión al entrenador de básquet Gerardo “Bochín” Ponce por abuso sexual agravado contra menores. Una pena ejemplar para crímenes que se cometieron al amparo del silencio, la desidia y la complicidad institucional.
Los abusos denunciados ocurrieron entre 2005 y 2010 en los clubes Juventud y Sudamérica de La Plata, y también en ámbitos privados. Allí, donde debía haber cuidado, formación y contención, hubo violencia. Allí donde los adultos debían proteger, alguien abusó de su poder. Y allí donde las instituciones debían actuar, miraron para otro lado.
Ponce no era un desconocido para la Justicia. En 2008 ya se había comprobado que desde su computadora salieron correos electrónicos con acoso amenazante y contenido sexual dirigidos a un menor. Sin embargo, el Estado falló: el grooming aún no estaba tipificado y el expediente quedó inconcluso. Esa omisión tuvo consecuencias. Durante años, el condenado siguió trabajando con niños, como si nada, mientras el peligro seguía latente.
Recién en 2021, tras nuevas denuncias, llegó la detención. Demasiado tarde para evitar el daño. Demasiado tarde para reparar la infancia robada. Pero no tarde para señalar responsabilidades y romper con una lógica perversa que protege al abusador y expone a las víctimas.
En una sala colmada, las víctimas —acompañadas por sus familias— recibieron el veredicto entre aplausos, lágrimas y abrazos. No fue celebración: fue alivio. Fue reparación. Fue la confirmación de que decir la verdad, aun después de tantos años, vale la pena. El juicio, iniciado el 28 de octubre de 2025 y llevado adelante por el fiscal Jorge Paolini, cerró con un fallo que marca un antes y un después.
Esta condena no es solo contra un hombre. Es una interpelación directa a los clubes, a los dirigentes, a los entrenadores, a las federaciones y a todos los adultos que eligieron el silencio como refugio. Porque el abuso no ocurre solo: necesita entornos que lo toleren, lo nieguen o lo encubran.
Que este fallo sea una advertencia clara. Que no haya más excusas, ni demoras, ni zonas grises. Que la protección de niñas, niños y adolescentes esté por encima de cualquier nombre, trayectoria o prestigio deportivo.
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