Es un problema en el que más de un incauto vecino cae. La forma en la que operan los malos afiladores a través de un relato en primera persona.
El estridente y dulzón sonido de la flauta de pan atraviesa el mediodía en un barrio de Mar del Plata. De cualquier barrio. Puede ser en el norte, puede ser en el sur, en zonas residenciales, o en las más populares. Los afiladores de cuchillos avanzan con sus bicicletas modificadas y como modernos flautistas de Hamelín atraen a sus presas. No son todos, pero son algunos, y por eso mismo es necesario lanzar el alerta. Para que no paguen justos por pescadores de incautos.
Cuchillos, tijeras y hasta cuchillas de cortadoras de pasto requieren cada tanto de una afilada para no perder su principal propiedad y, un poco por solidaridad con el laburante callejero, y otro por la comodidad que supone el servicio domiciliario, la opción del afilador en bicicleta es buena. O lo debería.
-Maestro, ¿me afilas una cuchilla? ¿cuánto cobras? -pregunta con precaución el cliente.
-Sesenta, ochenta… Hago tijera o cuchillo, cuchilla, afilación o pulido, cuchilla cortadora de césped, porque el filo hay que trabajarlo bien, hay quien lo hace así no más… -lanza en ráfaga preparada para embrollar a quien lo acaba de solicitar y si éste es una persona mayor, más fácil.
La estafa comienza allí, con la fase “confusión” donde se propone un galimatías, algo así como el desorden caótico y controlado de lo que enuncia el afilador. Es en ese momento en el que hay que estar alerta y no dejarse llevar por el aspecto, por la precariedad de la bicicleta, o no conmiserarse por nada. Lo único que hay que hacer es preguntar con claridad el precio. El que no lo hace, pierde.
-Bueno, ahí te traigo.
-Voy preparando la bici -dice, acaso con una sonrisa leve, de ganador anticipado.
En 20 minutos la artesanal tarea está consumada. Charla mediante, porqué la siguiente fase es esa, la “confianza”, que nace naturalmente por la curiosidad del cliente. Igual funciona sin la charla, ya que basta con un par de cosas dichas y compartidas.
Entonces llega la fase final: el “apriete”.
-Muy bueno como quedó… Tomá… -y el conforme dueño del cuchillo extiende un billete de 100 ante la perplejidad simulada del afilador.
-Seisochenta.
-¿Lo qué?
-Son seisochenta, seiscientos ochenta pesos, afilado y pulido.
-Pero flaco… el cuchillo me salió 350 pesos en el mercado de Pulgas de plaza Rocha, ¿cómo me va a salir el doble afilarlo?
-No sé cuánto pagaste vos, pero el precio es ese.
-Vos no me dijiste eso, me dijiste entre 60 y 80.
-Pero con 60 pesos no compro un kilo de pan.
-No tengo esa plata.
-Seisochenta… -apunta inconmovible.
-No, te puedo dar 120, que es lo que llevo encima.
-No, yo perdí tiempo acá. Dame 250 y te estoy cobrando solo el mantenimiento del filo.
La negociación es en absoluta desventaja. El cliente, entonces, teme por su salud, por la salud edilicia de su casa, por la salud mecánica de su auto que está cerca, por la salud de alguna mascota, por cualquier cosa; es el cliente que más en riesgo está, porque le aterroriza estar generando un enemigo que puede pasar por su casa cuando él no esté. Nunca se sabe.
-Tomá te doy 250, pero me estás estafando porque son 6 veces lo que me dijiste.
-Para nada, vos me estás cagando a mí porque el servicio vale 3 veces más casi.
Las vidas se separan en ese momento. El cliente estafado vuelve a su casa y al guardar la cuchilla en el cajón se escucha el estridente y dulzón llamado de la flauta de pan.
PUBLICADO EN DIARIO LA CAPITAL