Tenía apenas 22 años, se contagió de COVID y pasó horas tirada en el frío piso de un hospital público de Santa Fe. Esperó un cama en terapia intensiva que llegó tarde. No se salvó. La imagen de sus últimos momentos de vida sacuden la conciencia
Una muerte, que como reza «Infobae» resulta más largo el relato de la odisea que terminó con su vida, que los 22 añitos que vivió. Y se debió a la falta de recursos que lamentablemente se padecen en gran parte del país.
Lara, murió el viernes 23 de mayo a las tres de la madrugada, en el Hospital Iturraspe de Santa Fé, y de cierta desidia que trató de enfrentar sin medios, tardando en conseguir una cama para acostarla, y pasando tiempo ahí. Acostada en el piso, donde alguien le regaló el abrigo de una campera, y con dificultades para respirar.
Lara era diabética e insulino dependiente. Eso también jugó un papel preponderante en el triste desenlace, e increíblemente, con esa realidad que la convertía en una persona, una criatura con alto riesgo, no fue vacunada.
Accedió a una cama de hospital porque el virus la venció y porque no quería darse por vencida: se acostó en el piso embaldosado del hospital, su madre tomó la foto, la imagen sensibilizó algo, o a alguien, y Lara tuvo así su cama que le prometía en silencio la salvación imposible
Como escribió Infobae, «Lara indefensa, abandonada a su destino en el piso de un hospital, es la Argentina de rodillas frente al virus y frente a la ineficiencia de las autoridades que hace cinco meses prometen vacunas que no llegan y eligen culpar por la crisis a los medios de comunicación y a sus enemigos políticos».
El jueves 13 de mayo volvió también del gimnasio, porque si bien no era deportista, ni amante de los deportes, tomaba lecciones de artes marciales. Tuvo frío después del baño, frío y tos, buscó el calor de la estufa y la paz de la noche. En vano. Al día siguiente seguía la tos y nació la preocupación, la duda, el presentimiento. Lo normal en esta época de pandemia: te duele una uña y pensás lo peor. Lara hizo lo que se debe hacer: llamó al papá Alejandro y a la mamá Claudia para que la fueran a buscar. Cuando es preciso volver a la cuna, no se debe hacer otra cosa. Claudia recurrió a las nebulizaciones, al puff que ayuda a los asmáticos, pero Lara se sentía ahogada, incapaz de respirar.
La llevaron entonces al Hospital Protomédico Manuel Rodríguez, de la ciudad de Recreo. Allí no había camas. Había, sí, una silla de ruedas donde la sentaron y le dieron oxígeno durante cuatro horas. Y a las siete y media de la tarde le pidieron que regresara el lunes tempranito, a las ocho y media, para hacer unas placas. Las placas revelaron una pulmonía bilateral provocada por Covid: en dos días, el virus se había adueñado de los pulmones de Lara. Le medicaron un antibiótico oral cada ocho horas y nebulizaciones. Y le aconsejaron consultar en el Iturraspe en procura de un lugar.
Pero Lara soporta sólo quince minutos en casa y vuelve a la espantosa sensación de ahogo. Al mediodía del lunes, tercer día de la infección, su madre ruega que le permitan el ingreso al hospital: su hija está descompensada, se desmaya; pasa a una sala de espera abarrotada, de gente sola, sin acompañantes: sólo ella está junto a su hija, porque Lara ni siquiera puede explicar qué siente, qué le pasa. Un enfermero es quien decide cuáles pacientes precisan respiración asistida y cuáles pasan a la guardia común. Todos los enfermos, sospechados de Covid o aquejados por otros males, comparten ese espacio en común.
Madre e hija son atendidas por una enfermera que, luego de algunas preguntas, les pide que esperen, otra vez más espera, en el hall de entrada. Lara necesita estar horizontal. La mamá pide una camilla que le niegan porque es para ser usada por una paciente de riesgo. Los protocolos son los protocolos. Lara elige el piso, la madre le advierte: está frío, y sucio. Lara se acuesta en el piso frío y sucio. Entonces Claudia coloca el bolso a modo de almohada. La foto es de una desolación devastadora. Lara en posición fetal, barbijo celeste, con una campera de mamá como colchoneta, con los reflejos rojizos en el pelo que acaso hayan hecho perder el sueño a algún galán de la facultad, parece recuperar fuerzas con una siesta salvaje después de un día agitado de juvenilia. Pero otra mujer, una extraña, percibe el desamparo, se quita su campera de jean desgastada y abriga ese cuerpo joven que parece descansar. A Lara le quedan noventa y seis horas de vida.
La foto se replica miles de veces, mientras los pulmones de Lara, que amaba a los animales, empiezan a colapsar. Ese lunes a la noche, surge una cama para Lara en el Hospital Iturraspe, mientras las autoridades admiten que ya no hay “camas críticas” ni en Santa Fe, ni en Rosario, ni en Rafaela. El martes, una médica y una asistente social se comunican con los padres de Lara. Se trata de reseñar el cuadro clínico y coordinar las visitas. Pero el miércoles Lara pasa a terapia intermedia para controlar sus niveles de insulina. El jueves, la glucemia estaba controlada, pero los pulmones estaban muy dañados.
El padre la ve, es una imagen dura como son las escenas de una terapia de cualquier intensidad. Lara, por señas, todo transcurre delante y detrás del cristal de una ventana, le dice que le cuesta respirar. Las enfermeras repiten el canto sagrado, es joven, fuerte, hay que esperar, esta maldición se pelea minuto a minuto. El jueves, el padre recibe un llamado que le parece extraño, y acaso lo sea, desde el hospital le preguntan si quiere ir a ver a su hija. Sí, claro que quiere. Reúne dos o tres tonterías que Lara había pedido: manzana rallada, una musculosa, una toalla. La encuentra deteriorada, de costada, con una máscara de oxígeno y con las señas inconfundibles de ahogo. El hombre se quiebra, cabalga desamparado entre su dolor y el consejo médico que le pide, le ruega, que su hija lo vea entero.
Cuando el padre regresa a casa, le avisan que Lara pasó a terapia intensiva y que debieron entubarla. Los padres saben, sienten que un mundo se derrumba. Termina el jueves. A las tres de la mañana del viernes llega el llamado del hospital y escucha lo que no cree: Lara murió, ni siquiera se interesa por detalles clínicos, tres paros cardíacos, maniobras de recuperación, pero… Es el padre quien avisa a la madre. Y ya está.
Más de setenta y tres mil Laras hemos perdido en la pandemia.
Y aquí vamos, soñando que regresan a casa.
publicado por infobae